De entrada, es fundamental decir que el juicio político es, de cierta manera, una garantía dentro del sistema de pesos y contra pesos que todo Estado debe contemplar. Actualmente es una institución, atributo del régimen presidencial, destinada a hacer efectiva la responsabilidad política de funcionarios públicos, específicamente del ejecutivo, ya que son éstos quienes ostentan el gobierno de un país. Su principal efecto es la destitución inmediata.
En pocas palabras, el juicio político o impeachment es una herramienta de accountability que pretende prevenir, impedir o castigar abusos o excesos del poder.
Sin embargo, es susceptible de ser usado de manera indebida en democracias poco maduras o débiles como las nuestras en América Latina, donde los sistemas políticos son altamente presidencialistas y con tendencia al caudillismo.
En las últimas semanas en dos países de nuestro continente el fantasma del juicio político o impeachment ha estado en ciernes de dos presidentes. Por un lado, está el anuncio que ha hecho la congresista demócrata Nancy Pelosi sobre el inicio de investigaciones al presidente republicano Donald Trump por presuntamente haberle pedido al presidente de Ucrania que investigara al precandidato y exvicepresidente Joe Biden y a su hijo. Cosa que para Pelosi es una clara intervención indebida en la campaña presidencial que se avecina.
Por otro lado, está el presidente Martín Vizcarra quien la semana pasada decidió disolver el Congreso peruano, de mayoría fujimorista, ya que para el mandatario el proceso de elección de nuevos miembros del Tribunal Constitucional es poco transparente, por lo cual Vizcarra previamente les había solicitado modificarlo, pero el legislativo se negó.
Al disolver el Congreso, Vizcarra ha convocado a nuevas elecciones y ha afirmado que espera que “esta medida excepcional permita que la ciudadanía finalmente se exprese y defina en las urnas y mediante su participación el futuro de nuestro país”.
El panorama de juicios políticos y de peleas entre el ejecutivo y el legislativo no es nuevo en el continente. Tenemos varios ejemplos en nuestra historia reciente que nos deben precipitar una reflexión sobre dicha figura, puesto que si bien existe como instrumento democrático también es cierto que muchas veces ha sido usado como forma expedita de remover contradictores políticos.
Los ejemplos más recientes son el juicio político que se le hizo a Dilma Rousseff en 2016 en Brasil y el de Fernando Lugo en 2012 en Paraguay. Ambos estuvieron llenos de polémicas porque fueron leídos por buena parte de la opinión pública como una forma ilegítima de sacarlos del sillón presidencial. Ambos casos deben verse de manera cuidadosa por la complejidad de las crisis políticas que vivían dichos países en esos momentos.
Llevar a cabo un juicio político es una gran responsabilidad política, valga la redundancia, porque de cierta forma se juega el futuro de un país y genera incertidumbre en todos los ámbitos públicos de un Estado. Por lo tanto, exige que nuestro sistema sea lo suficientemente serio, maduro y democrático para que no se convierta en el culmen de una vendetta.
Como sociedad civil debemos resguardar y proteger la figura del juicio político porque, como se dijo anteriormente, ayuda a evitar o castigar abusos de los poderosos, pero también debemos ejercer vigilancia detallada y constante si se llegara a producir. No hay que olvidar que quien ejecuta un impeachment también son políticos con intereses particulares y/o partidarios.
Sobre el tema recomendamos este podcast sobre el impeachment: Buceando en el naufragio.