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Por: Nicolás Panotto – Director de GEMRIP
Frente al día histórico que vivió ayer Chile con el plebiscito constitucional, no puedo más que regresar a una figura teológica que ganó mucha relevancia a mitad de siglo XX en un momento histórico bisagra, como fue la posguerra: los signos de los tiempos. Esta idea plantea que la historia está cargada de eventos que nos exceden, y que irrumpen sin buscarlos, para mostrarnos aquello que nos era oculto o no queríamos ver. Trata de cambios que no se suscitan por una intervención sobrenatural o exógena, sino por la trascendencia que habita como “germen” en nuestra cotidianeidad, y que, llegado el momento propicio, interrumpen el curso del tiempo para marcar nuevas posibilidades de transitarlo.
Ayer, cerca de un 80% del electorado decidió encarar el (no fácil) camino hacia un nuevo proceso constitucional, como resultado del accionar de un grupo de estudiantes que hace tan solo un año atrás decidió saltar unos molinetes del metro para decir basta al abuso de la usura. Un pequeño gesto que encadenó un conjunto de demandas sociales históricas, especialmente el hartazgo con la “normalidad” de la clase política y la inestabilidad socio-económica. Durante todo el día se escucharon frases que daban cuenta de su singularidad: muchísima juventud movilizada, sentimiento de esperanza y un caudal de gente no muy común de ver en un Chile donde la votación no es obligatoria y donde las elecciones siempre quedan presas del pesimismo hacia la clase política, con márgenes de participación muy poco representativos.
Leer estos sucesos a la luz del signo de los tiempos significa que el hecho en sí es acontecimiento de algo que le excede, es decir, es un acto cuya función va más allá del momento o gesto concreto. Sin duda, hablar de un proceso constituyente es algo que, al menos para las democracias modernas, representa un hecho sustantivo. Pero en este caso, inscribe la punta de lanza de algo mucho mayor. Las votaciones de ayer fueron un “marcado de cancha” de la ciudadanía para que las cosas cambien de una vez, y ahora en serio. Ese deseo no se depositó ni en la clase política, ni en mejorar indicadores económicos, ni en lavarle la cara a alguna que otra institución representativa. Es lo que el discurso de “con la actual Constitución se puede hacer igual”, nunca entendió. No fue el reclamo por una mejora situacional o contingente, sino por un nuevo lugar epistémico, político y existencial, donde el pueblo buscó ser realmente el protagonista. Se decidió ir más allá: apropiarse de un espacio fundacional, para preguntarse otra vez por el quiénes somos, qué es la nación, cómo entender la democracia, quién tiene el poder, y tantos otros elementos que una Constitución ciertamente no resuelve, pero sí al menos habilita su debate, a partir de ciertas dinámicas generales consensuadas para determinar el resto de los procesos.
Creo que hay varias cosas que los hechos de ayer nos han “revelado” y tendremos que asumir:
- Irrumpe otro modo de ver lo político. La clase e institucionalidad política -al menos cómo son concebidas históricamente- quedaron en un lugar secundario, a partir de un proceso completamente ciudadano, sin figuras mesiánicas, sin voces hegemónicas y con toda una estructura partidaria escondida detrás de bambalinas. Creo muy equivocados/as aquellos/as que hacen una comparación entre el 18 de octubre de 2019 como un estadio barbárico, superficial y violento, y el proceso “institucional y ordenado” de ayer. Lo considero una pésima lectura, propia del elitismo liberal chileno. Si no reconocemos el proceso completo, vamos a seguir errando. Lo que pasó ayer está intrínsecamente conectado al estallido social. No hubiéramos tenido proceso constituyente sin él. La política es interrupción, es ebullición, es refundación. Seguir insistiendo en vincular la legitimidad del estallido con la legitimidad de la violencia es un error, una lectura falaz y un argumento malintencionado. Los actuales acontecimientos son un llamado a separar mejor las matrices y no meter todo en la bolsa, especialmente para no seguir ignorando dónde reside el locus de lo político y la causa de la violencia que carcome a este país:
- Como la historia nos muestra con creces, el conflicto (que no es lo mismo que la violencia per se) es un motor irrenunciable del cambio;
- La violencia que atraviesa la sociedad chilena es, sobre todo, una violencia de Estado, ancestral, que en tiempos de posdictadura simplemente cambió de rostro, pero mantuvo las mismas bases ideológicas y hasta institucionales;
- La violencia siempre es un síntoma de hechos y sucesos más profundos, cuya solución no reside en más mano dura u orden policial sino en más y mejor política. Eso fue precisamente lo que una mayoría de la ciudadanía eligió ayer: un cambio de rumbo de la propia política, a partir de un ejercicio refundacional donde todas las partes participen y tengan voz, dejando de lado esa nefasta historia que hace del pueblo un esclavo de la oligarquía, sea dictatorial o perteneciente a una jerarquía política institucional y clasista.
- Espero que quienes han militado por el rechazo y subestimaron las causas del apruebo, hagan una buena autocrítica. Varios de estos grupos pensaron que todo lo que estaba pasando tenia que ver con el fogoneo de la izquierda, con la ignorancia de la gente, con una cuestión de superficialidad emocional pos-estallido. Lamentablemente, inclusive después de los resultados, varios/as de sus detractores siguen sosteniendo el axioma de “el pueblo se equivocó”, “el pueblo es ignorante”, “somos pocos los ciudadanos honestos”. Una pena su ceguera. Creo que dos fueron sus principales errores:
- Creer que la gente votaba “apruebo” por el hecho de pensar que la Constitución va a cambiar todo. Gran error y muestra de la desconexión con las bases, donde se expresó muy claramente la conciencia sobre los límites de una Constitución. El proceso constituyente es sólo un medio para algo mucho mayor y más profundo que llegar a una nueva Carta Magna. La asamblea constituyente es sobre todo la convocatoria de un espacio amplio de debate, fuera del control de los y las de siempre. La principal victoria del apruebo reside en el deseo por otro rumbo político, donde no sea la clase política sino la ciudadanía el sujeto privilegiado, desde los filamentos más fundamentales, como lo representa una Constitución. El apruebo simboliza, sobre todas las cosas, la emergencia de un sujeto (no homogéneo, disperso, volátil, pero al menos identificable y contrapuesto a las formas hegemónicas) que decidió inscribir su voz.
- Esto lleva al segundo error: la “miopía sociológica” de los sectores del rechazo. A pesar de levantar el slogan de la diversidad, cayeron igual en la trampa de pensar en el Apruebo como un grupo homogéneo, y peor aún, “ideologizado”. La heterogeneidad siempre habitó las formas de comprender el proceso constituyente, y la resistencia a la clase política y a los discursos empaquetados fueron sus principios. Los predicadores del rechazo no quisieron verlo; prefirieron caer en el jueguito de los malos y buenos, y así perder la posibilidad de aportar al debate desde un lado más propositivo y sensible con demandas que van mucho más allá de los clichés, las buenas intenciones y los lugares comunes. En fin, el rechazo ninguneó y subestimó la ciudadanía, cayendo en cierta arrogancia epistémica.
Creo que hay mucho qué tejer aún desde este signo de los tiempos. ¿Qué nos dice sobre los deseos ciudadanos? ¿Pasaremos de largo el hecho de que fueron sólo las comunas más ricas del país las únicas donde ganó el rechazo, o haremos una lectura más seria sobre las implicancias políticas de las inequidades que habitan esta nación? ¿Cómo haremos para que este proceso constituyente sea realmente un proceso pedagógico-político para toda la ciudadanía chilena? ¿Qué se quiere dejar atrás y cómo se construirán prácticas concretas para superarlo? ¿Aprovecharemos la posibilidad de abandonar los imaginarios agotados, y construir mecanismos democráticos de diálogo para aprender a fundar un nuevo “común”?
Tenemos varios años para caminar. La riqueza y victoria de este acontecimiento residirán principalmente en el proceso, más que en su producto final.